En 1812, Manuel Belgrano creó un distintivo para que usaran las tropas patrióticas que enfrentaban los ataques españoles: cintas celestes y blancas en el pecho de los soldados. Esa forma de identificación contaba con antecedentes dentro del proceso independentista: como las insignias que se usaron en el rechazo de las invasiones inglesas o los emblemáticos distintivos que repartían French y Beruti a las puertas del Cabildo en 1810.

En sus orígenes, la escarapela nunca fue sólo un objeto de distinción práctica entre dos tropas, entre dos facciones enfrentadas. Siempre tuvo un claro propósito simbólico, identitario, es un mensaje en sí mismo de quiénes somos, de los principios que defendemos y de cuáles son nuestros objetivos como pueblo. Quienes las portaban se jugaban por esos principios, “ponían el pecho” no sólo llevándolas prendidas, sino defendiéndolas con su propia vida.

Hoy, más de doscientos años después, debemos insistir y recordar esta historia, este recorrido. La escarapela acompaña otras identificaciones a las que le “ponemos el pecho” como el pin de la escuela donde trabajamos, distintivos que exigen justicia, igualdad de género, defensa de los bienes comunes, salarios dignos, más educación pública, etc.

Nuestro pasado es innegable, nos sostiene y nos fortalece en la actualidad, en tanto seamos leales a esta historia, en tanto no le demos la espalda o confundamos el rumbo. La escarapela significa compromiso e identidad, igualdad y libertad, pero sobre todo nos invita a pelear juntos, codo a codo, como pueblo y ante los desafíos actuales.

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