En 1816, como un año antes en el Congreso de Oriente en Concepción del Uruguay, el Congreso de Tucumán declaraba la independencia de las Provincias Unidas de los Pueblos Libres. Más allá de sus particularidades -ningún proceso revolucionario es lineal y simple-, los principios generales de las fuerzas políticas de aquella época eran claros y coincidentes.

   Hoy continuamos aquellos debates y enfrentamos aquellas disyuntivas. Pero, además, debemos tener en cuenta que nos acechan renovados enemigos de nuestra independencia, muchos que han aprendido a presentarse con otras vestiduras, invocando nuestros principios, aunque trabajen en contra de ellos.

   No podemos olvidar que el único y verdadero pacto que nos liberará será un pacto firmado por todo el pueblo, para enfrentar a nuestros enemigos comunes, como a los obstáculos de nuestra libertad. Debe ser un pacto que fortalezca la educación y la salud, nuestra industria, nuestra ciencia y nuestro trabajo, que trate nuestros bienes comunes como el tesoro que son, que ponga primero lo nuestro y que honre los derechos que hemos conquistado durante estos siglos. Y esto implica una enorme y fraternal tarea política.

   En una ocasión muy amarga, José de San Martín escribía a José Artigas en plena lucha por la independencia: “Creo que debemos cortar toda diferencia y dedicarnos a la destrucción de todos nuestros enemigos los españoles, quedándonos tiempo para transar nuestras desavenencias como nos acomode, sin que haya un tercero en discordia que pueda aprovechar estas críticas circunstancias”. Este diálogo -tan sensible, en un momento muy delicado de nuestra historia- sintetiza uno de los ejes centrales de nuestros desafíos, una cuestión tan ética como política, que se nos presenta como una gran lección, como un certero legado, ante esta tarea que sigue desvelándonos: lograr nuestra independencia.

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